Hay imágenes que se quedan grabadas a fuego en nuestra mente. Hay recuerdos que intentas olvidar pero te persiguen a lo largo de toda tu vida como un perro que quiere jugar. No recuerdo qué cené el lunes pasado pero en mi mente siguen vivas algunas secuencias como si hubieran ocurrido hace cinco minutos. Son momentos que causan tal impacto a los inocentes ojos de la infancia que, supongo, acompañarán a la mirada que les contempló hasta el último parpadeo. Recuerdo como si aún estuviera allí el momento en el que mi madre nos dijo a mi hermano y a mis cinco años que su abuela, nuestra abuela Aurora, se había ido para siempre. Ellos lloraron abrazos en el suelo mientras yo, de pie, e impasible contemplaba perplejo y algo asustado aquel instante tan triste. Otro recuerdo que de vez en cuando y, sin quererlo, me viene a la memoria es el momento en que en un día de agosto del 88, dos tricornios asomaron por la puerta del jardín de la casa de mis veranos y preguntaron por mi padre. No puedo borrar de mi retina la cara que se nos quedó a mis padres, mi hermano y a mí cuando supimos que su cometido era el poner en manos de mi padre un telegrama escrito por mi tía y que decía que mi tío había tenido un grave accidente de coche.
Son instantes, décimas de segundo de miedo, impacto o incomprensión que siempre estarán conmigo. Aunque mal de muchos, consuelo de tontos. Sé que todos tenemos al final de la escalera de nuestra psique este tipo de imágenes que nos han impactado de niños y que siempre estarán con nosotros. Y lo bueno es que además de los malos recuerdos también, sin ton ni son y de vez en cuando, vienen nítidas y transparentes, bonitas imágenes que espero no olvidar jamás. A veces, viene a mi memoria la imagen que nos retrata a mi abuela Aurora, su bata azul, a mí, a mi merienda y a mis pequeñas piernas que no llegaban a colgar del sillón, viendo la tele en el salón de casa. También recuerdo el instante en el que una noche de un verano cualquiera me quedé dormido con la mayor paz del mundo apoyado en el camisón azul cielo y vaporoso que vestía a mi madre. Y en ocasiones tengo otro recuerdo en el que veo millones de estrellas que protagonizan un cielo completamente despejado. Bajo la mirada y me veo a hombros de mi padre bajando a las fiestas del pueblo. Quizá nunca logre estar tan alto. Son momentos como flashes que vienen de repente a mi cabeza, crean desconcierto en mi mente y olvido hasta que vuelvo a recordarlos. Compartirlos al convertirlos en palabras los hacen libres. Espero que así, los recuerdos que me impactaron de una forma u otra cuando era niño conozcan otros rincones que no sean del final de mi escalera.
2 comentarios:
Muy bonito Masencola. Yo tengo que decir que no recuerdo demasiado bien lo de los Tricornios, ni lo del abrazo con mamá por la muerte del la abuela. Pero si que tengo otros como cuando lancé la bola de glof y ésta te paso a escasos milímetros de la cabeza...
Menos mal que no pasó nada, porque es contigo y gracias a ti, por el que tengo más recuerdos.
Lo dicho, precioso relato, cara pato.
Fandango, yo también tengo muchos recuerdos con vos, pero ninguno que me impactó tanto siendo tan pequeñito como los que he descrito. Recuerdo como aquel día en que tumbados en el suelo casi se nos cae el armario encima o cuando nos caímos de la bici en Pezuela. También un día en la habitación de Margarita, en casa de los abuelos, mirando sentados en el suelo las fotos de los discos y las cintas de Hombres G y Modern Talking. ¿Te acuerdas?
Publicar un comentario