Después de nuestra semana europea, África y su maravilloso mundo nos esperaban. Estábamos cansados, pero las ganas de meternos de lleno en la ciudad fetiche de Carmina la divina eran más fuertes.
Marrakech es una ciudad llena de vida y color. Su gente es amable, abierta y noble. Llevan el comercio y el espíritu nómada en la sangre. El alma de Marrakech y sus habitantes se refleja en la plaza Jama El Fena. Cuando el sol se esconde y la noche oscurece las laberínticas calles de Marrakech, dicho foro se llena gente, de puestos de comida y zumos de naranja, de bailarines, de encantadores de serpientes, de tatuadoras de henna, de niños, turistas y de luz. Es muy difícil describir con palabras lo que se ve y se siente cuando te sumerges en la plaza y en el zoco que desemboca en ella. El regateo, el ruido de las motos, las llamadas de los vendedores, los vivos colores de las ropas, el olor de las especias y los cantos que instan al rezo desde los minaretes te absorben todos los sentidos haciendo que el corazón te lata al ritmo de la ciudad.
Al contrario de lo que cabría pensar, Marrakech es una ciudad llena de encantos y más aún si te diriges a las desérticas y monumentales montañas del Atlas. Los dispersos poblados berberes y las kashbas de adobe son los únicos oasis de vida que se pueden beber en el desierto. El paisaje del Atlas es precioso y vale la pena salir de la ciudad y adentrarse en la tundra de la cordillera marroquí.
En resumidas cuentas el viaje fue de lujo, aunque para lujo, el del hotel al que nos llevó easyjet debido al retraso del vuelo de vuelta a Madrid. Y menudo retraso. Cuando el avión estaba a cinco segundos de despegar dio un frenazo debido a un problema en un motor. El problema tenía plumas, pico y alas y fue absorvido por la espiral de aspas del motor. Pero murió matando partiendo dos hélices. Después del susto y de la incertidumbre sobre nuestro devenir, el coronel (apodo familiar al piloto del avión) hizo que nos trataran como reyes hasta que emprendieramos el vuelo de nuevo al día siguiente.
Los cuatro disfrutamos de la ciudad y el viaje al máximo. Viajar con mis padres es un placer porque cogen su mochila y son capaces de comerse el mundo. Te contagian de interés y positivismo. El cus cus, los paseos a caballo, el tallin, los higos chumbos, los tés, las coca colas con pajita, los dirhan, los kebaps, los quiebros a las motos, el desierto, las compras, los bollos a diez céntimos y los deliciosos zumos de naranja a treinta nos ha unido aún más si cabe. Estoy seguro que repetiremos cuando el trabajo lo permita. ¿El lugar? No lo sé y no me importa. El destino es lo de menos cuando la compañía es buena.