Me veo saliendo de mi apartamento de la calle 73 y comprado algo para desayunar en el Papaya’s Grey que recibe a la gente que sale de mi estación de metro. Me veo sentado en Central Park tomándome mi hamburguesa de jamón, huevo y queso mientras observo a la gente pasear al perro, correr o empujar los carritos de sus hijos. Siento el viento en mi cara subido en lo más alto del Ferry que lleva a Staten Island y desde el que se divisa la Estatua de la Libertad. Me veo recorriendo de nuevo la quinta avenida con su olor a tráfico y estilo.
Después de hacer una parada enfrente de Tiffanny’s para comprar en el puesto de comida mejor ubicado de todo Manhattan un plato de pollo con arroz y una coca cola, me veo siguiendo mi camino y decidiendo sentarme en el Rockefeller Center a comer con un tenedor de plástico en la mano y con una sonrisa en la cara. Mi imaginación decide llevarme al edificio Chrysler recorriendo la calle 42 y me veo tomándome un café con hielo y caramelo mientras compruebo que, como en las películas, sale humo de las alcantarillas y el reflejo de la luz al atardecer en Nueva York sobre los edificios y el río Hudson deslumbra más aún que el propio sol.
Al llegar la noche me veo subiendo al último piso del Empire State para ver la inmensidad de la ciudad de los sueños y recorriendo Broadway y Times Square. Ninguna noche brilla tanto como la de Broadway. Desde mi ventana madrileña y con los ojos cerrados, me veo caminando por las calles de Nueva York regresando a mi apartamento de la calle 73 y esperando que el ruido de la noche neoyorkina no me quite el sueño esta madrugada. Entonces bostezo y abro los ojos que me enseñan la realidad del cielo opaco de mi Madrid. Ya es hora de irse a dormir. Soñar, ya he soñado.