
Al segundo lunes después de las vacaciones, uno se da cuenta que ha vuelto. Y más aún cuando ese lunes ha sido duro y el calor de la noche no deja dormir. Mirando la madrugada apoyado en el quicio de la ventana y fumando un cigarro me da por pensar en que cualquier tiempo pasado es mejor. Cierro los ojos y en lugar de ver mi calle
desierta, el opaco cielo madrileño, el camión de la basura y a otros desvelados como yo en sus ventanas, veo luces, escaparates, taxis y cientos de personas andando con prisa hacia sus sueños. Cierro los ojos asomado en mi ventana y veo una calle sin final, a una anciana maquillada y con tacones esperando el autobús y a una chica negra con los pantalones caídos y una camiseta de Dolce & Gabanna hablando por teléfono con un enorme vaso de café en la mano. Veo mucho tráfico, un Starbucks en cada esquina y a los mendigos leyendo la sección de deportes. Cierro los ojos y escucho la música de Glen Miller mientras hago volar mi imaginación y despierto en la ciudad que nunca duerme.




Me veo saliendo de mi apartamento de la calle 73 y comprado algo para desayunar en el Papaya’s Grey que recibe a la gente que sale de mi estación de metro. Me veo sentado en Central Park tomándome mi hamburguesa de jamón, huevo y queso mientras observo a la gente pasear al perro, correr o empujar los carritos de sus hijos. Siento el viento en mi cara subido en lo más alto del Ferry que lleva a Staten Island y desde el que se divisa la Estatua de la Libertad. Me veo recorriendo de nuevo la quinta avenida con su olor a tráfico y estilo.